La palabra "NAHUALLI" significa en la lengua de nuestros antepasados: Brujo o Hechicero. Así le designaban también a todos los que practicaban alguna magia, ya sea de las consideradas blancas o ya sea de la magia negra. Se les contrata para atraer al novio o novia; para tener amor y dinero; curar o enfermar a cualquier persona, limpiar o aplicar el mal de ojo; regresar maridos que abandonaron a la esposa y hasta provocar la muerte de un enemigo.
Ya castellanizada la palabra, el pueblo la pronuncia: "Nahual". En algunas regiones, la zapoteca por ejemplo, cuando nace un ser , el padre pinta con cal un círculo alrededor de la casa o jacal. Cuando el primer animal que cruce la raya de cal y deje su huella marcada en el polvo, el recién nacido adopta el nombre del mismo y junto con el nombre cristiano asignado al momento de su bautizo, es nombrado. Así conocemos personas que se llaman: Pedro ratón, Juan conejo, etc. Este animal es el "nagual" del niño y será su compañero desde el momento de nacer, hasta su muerte. Invocándolo le proporcionará protección, cuidado, ayuda, como si fuera su ángel. En éstas etnias, nagual y ángel, son sinónimos.
En otras regiones, el nagual es un espíritu maligno. Puede poseer cualquier cuerpo, ya sea esté con vida o esté muerto. Esta posesión digamos demoníaca, adopta una doble personalidad: La de una bestia y la de humano, cambiando la fisonomía a su arbitrio: de animal a humano y de humano a bestia. En esta última posesión regularmente se manifiesta como una bestia carnicera, mostrando toda la vileza de su espíritu. Comete asesinatos, perversiones, y su presencia o aparición ha formado historias y leyendas de terror, en torno suyo.
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Don Eustorgio era un campesino exitoso, cuyas tierras siempre le brindaron bueno frutos. Desde muy pequeño, como peoncito, empezó a cultivar los terrenos de siembra y toda su vida le dedicó sus esfuerzos y sus desvelos. Por su edad -no siendo un anciano- y su enfermedad, realizaba las faenas sencillas. Unos diez años antes empezó a sufrir de reumas, a tal grado que para caminar ahora se apoyaba en un bordón. Lo achacaba al haberse mojado los pies en todas las faenas que realizaba en las fosas y jagueyes; en los aljibes o acequias; para retirar el azolve que obstruía los canales que conducen el agua que almacenaba en dichas concavidades, para el riego de sus tierras de labranza. Los trabajos pesados lo realizaban sus dos hijos varones auxiliados con tres peones que trabajaban a su servicio.
Con mucha dificultad caminaba; por tanto recorría sus tierras a caballo. La propiedad a pesar de no ser muy extensa, incluía dentro de sus límites un cerro cubierto de encinas; montículo que marcaba el inicio de una sierra toda cubierta de fagáceas: encinos blancos y amarillos, de madera muy dura, cuyo fruto es la bellota. El encinar se mantenía completo, sin contaminaciones ni taladores, un verdadero bosque con una fauna en equilibrio compuesta de familias de: roedores, integrada por ratones, topos, conejos, ardillas lirones; félidos, como garduñas, gato montés y uno más chiquito que en la región le llaman, onza. De los cánidos aparecían de vez en cuando unos coyotes; muy perseguidos por los agricultores, ya que acostumbraban bajar hasta las granjas para devorar a las aves de corral, que los campesinos criaban para consumo personal.
Aves, muchas. Pájaros de todo tipo, desde el minúsculo colibrí hasta grandes cuervos. Gallináceas de paso: las codornices en gran cantidad; nocturnas: lechuzas y búhos. En fin, toda una ecología protegida por las encinas, que además con las ramas secas les proporcionan a los hogares, leña y carbón para sus asadores y para el horno panadero de las cocinas.
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Había recurrido a toda clase de remedios para curarse las reumas. Cultivó en forma muy privada oculta a todas las miradas, una mata de marihuana, cuyas hojas después de su corte las secaba al sol. Una vez secas las introducía en una botella que contenía alcohol alcanforado, dejando reposar la preparación durante ocho días en un cuarto que no recibiera luz del día. La octava noche sacaba la botella al centro del patio para que se serenara -de preferencia cuando era noche de luna llena-, para recibir las influencias celestes nocturnas. A la mañana siguiente podía empezar a frotarse las piernas cuatro veces al día y por la noche, al acostarse cubría la zona frotada con un lienzo de lana calentado previamente. El remedio, al terminarse el licor contenido en la botella, le duraba su efectividad una semana; luego, empezar otra vez el tratamiento.
Cansado de tantas aplicaciones y consejas, prefirió acudir con un médico muy acertado para la cura de su mal, cuyo consultorio se ubicaba en la ciudad de México. Con la recomendación de un amigo suyo que había sido sanado por este doctor, concertando cita, acudió a su consulta.
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La sala de espera del consultorio no mostraba en sus muros cuadros alusivos a la práctica de la medicina; sino como decoración presentaba escenas de actos de cetrería y caza de especies menores. En el despacho -al acceso en su turno respectivo-, vio en la pared del fondo unas cabezas disecadas de venados, formando un centro al título universitario del médico.
A una indicación del doctor, que lo sacó de su abstracción, lo invitó a sentarse. Dejó a un lado el bastón de apoyo y acercándose al sillón observó al especialista: de edad madura, tez blanca luciendo una barba muy bien cuidada. Su bata impecablemente limpia y presencia agradable que le inspiró confianza. Se acomodó en el asiento y recargó su espalda en lo mullido del sillón.
Fue revisado con todos los aparatos más modernos practicando en ellos, una serie de ejercicios especiales para determinar el grado de su enfermedad. Al término de su examen le extendió la receta explicándole la posología respectiva y las rutinas musculares que debía realizar en su casa para completar el tratamiento que le prescribía. Le aseguró una gran mejoría después de quince días de aplicación y que al término de dos meses, se restablecería en un ochenta por ciento de su enfermedad.
El reumático campesino no resistió las ganas de platicar con el doctor, fuera del problema de sus achaques, y así lo hizo:
-Doctor, según veo le gusta mucho la cacería, ¿verdad?
-mirando al mismo tiempo el muro lateral a la pared donde lucían las cabezas de venado, destacando una panoplia con armas de todo tipo, especiales para la cacería.
-Sí Don Eustorgio, me gusta mucho. En cuando tengo un poco de descanso, lo ocupo para salir de cacería. Es muy relajante para mí. Me tranquiliza después de lo complicado que es la práctica de mi profesión -le contestó el especialista.
-Mire doctor, donde vivo hay un bosque muy bonito, donde se pueden cazar muchas especies...
-¿Queda muy lejos de la ciudad donde Ud. vive? -muy interesado en el comentario del agricultor, lo interrumpió.
-¡No doctor! Muy cerca, a menos de ciento treinta kilómetros... Cuando guste lo invito, no se arrepentirá de su paseo. -Al concluir de explicarle como llegar a su casa, se levantó apoyándose en el bordón, y de pie escuchó:
-Qué le parece Don Eustorgio... dentro de dos meses al término de su tratamiento iré a visitarlo por dos motivos; uno: revisarlo médicamente, y dos: para disfrutar dos o tres días dedicados a mi deporte favorito, la cacería. ¿De acuerdo?
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-Viejo, no te olvides que mañana es día de luna llena -le comentaba a Don Eustorgio, su esposa muy preocupada-, aconseja el médico que no se les ocurra ir de cacería por la noche. No le digas el motivo. Por ser gente muy instruía, no cree en estas cosas.
-No mujer, no creo que lo hagan, en fin... ya veremos. -Platicaba el matrimonio anfitrión en soledad, aún sentados a la mesa; mientras el doctor, su esposa e hija, se tiraban una siestecita, en seguida de la suculenta comida que saborearon, tiempo después de su arribo y de la charla de sobremesa que entablaron para afirmar su amistad.
Llegaron al filo de las once de la mañana, completando la familia del invitado, dos muchachos; los cuales en lugar de descansar al final de la comelitona ofrecida como primer cumplido de la invitación, salieron con sus escopetas cuatas, rumbo al bosque, acompañados del hijo menor de Don Eustorgio, joven dos o tres mayor que los invitados.
Regresaron al final del crepúsculo vespertino con buena caza: cinco codornices, tres conejos y un par de ardillas. De inmediato los muchachos destazaron y prepararon con los condimentos especiales que trajeron y con el achiote que la señora de la casa les dio, para asarlos al carbón en la parrilla especialmente construida en el hogar del campesino. Mientras degustaban como cena los animales cazados, los hijos entusiasmados se dirigieron al padre:
-¡Papá! Hay que organizarnos para mañana por la noche, para salir de caza en una lampareada. Hay muchos conejos, codornices y quizá cacemos alguna pieza mayor... el lugar está: ¡Increíble!
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La leyenda empieza en el siglo XVII cuando se construyó por estos rumbos, la Hacienda de la Laja -de la que solo quedan algunos restos de sus contrafuertes y de los cimientos-, levantada por un español llamado Don Alonso, llegado de la región de Extremadura; según dicen, de la misma tierra donde nació Hernán Cortés, lo cual no se dudó de su ascendiente de origen, por lo tirano y cruel que trató a todos sus peones -indígenas esclavos de raza nahua-, a base de golpearlos como si fueran animales, siguiendo al pie de la letra la bula pontificia que así lo declaraba, expedida por el Papa que regía la iglesia por aquellos tiempos.
Trajo de España para casarse a una Infanta de buena estirpe, Doña Ximena, que le resultó estéril. No le dio hijos. Para resarcirse de esta anomalía, comenzó a violar a cuanta mujer tenía a su alcance: esposas o hijas de sus peones. Cuando una de estas indefensas señoras procreaba un hijo, mandaba traerlo a su presencia para verificar si llevaba su sangre, esperando que heredara los rasgos de su raza. En ningún caso fue positivo para él, el parecido de las criaturas. Todos nacieron con rasgos autóctonos.
Hubo una muchacha muy bella, de nombre Xochiatlapalli -Pétalo de Rosa- que se volvió su obsesión. La joven india se le rebeló, no se dejaba mancillar por el bárbaro español. Cuando lo logró, se enamoró perdidamente de ella. La llevó a vivir a la Hacienda disponiéndole una habitación entre los cuartos de la servidumbre, exclusivo para los dos. La visitaba todas las noches dedicándole desde su violación, una fidelidad completa como prueba del gran amor que le profesaba; pero de Xochiatlapalli sólo recibía sus desprecio. Al tiempo la mujercita parió un hermosos par de niños, gemelos, blancos de piel, cabello rubio, ojos azules; que al tenerlos en sus brazos, Don Alonso consideró que era el día más grande de su vida.
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Doña Ximena, celosa y enfadada por los amoríos de su esposo, cuando el Hacendado español tuvo que salir de viaje por asuntos propios de la Finca, la misma noche de su salida, sacó de su cuarto a la joven india y a sus hijos. Los llevó al bosque y ordenó a sus fieles sirvientes que los mataran. A ella le atravesaron el corazón de un espadazo y a los niños, no atreviéndose a quitarles la vida, los dejaron vivos a cada lado del cadáver de Xochiatlapalli. Murieron de frío y hambre. Un fuerte viento que se desató una vez consumado el crimen, cubrió los cuerpecitos de los gemelos con el mantillo y la hojarasca. Al cadáver de la muchacha lo devoraron los coyotes que abundaban en la región. Cuentan así mismo que en el sitio que fue la sepultura de los niños, crecieron dos encinos blancos con las mismas ramas, el mismo follaje, la misma altura, iguales como si fueran gemelos... En el cerro que está en mi propiedad, existen un par de árboles semejantes a los que cuenta la leyenda.
Cuando regresó el español -más de un mes de su salida-, en tanto descendió de la carretela y dejó los utensilios de viaje, corrió en busca de la indígena. No la encontró. La servidumbre amenazada por la patrona, calló. No faltó quién le informara que al punto de su viaje, cargando a sus hijos, huyó con rumbo desconocido y no la habían vuelto a ver por ninguna parte.
Recorrió las rancherías, comunidades, pueblos y las Haciendas vecinas, y nadie le dio razón ni de la madre ni de los hijos. Pasaron varios años antes de que tuviera noticias. Un peón le platicó que una noche que rondaba el bosque para cazar, a los lejos vio correr a una mujer, detenerse e hincarse frente a unos arbolitos y que empezó a llorar... la reconoció: era Xochiatlapalli.
Don Alonso efectuaba rondas nocturnas montando a caballo, acompañado de los caporales que lo protegían. No daba con ella. Posteriormente como no corría peligro, solo, sin guardias realizaba la búsqueda. En la cima del monte, a medianoche, bajaba del caballo y gritaba con todas sus fuerzas el nombre de la india. Hasta la Hacienda el viento transportaba sus lamentos, que se escuchaban como gemidos lastimeros, que espantaban a los perros iniciándose un ladrerío ensordecedor. La gente del pueblo se acostumbró a su llanto y al escándalo de los canes
Una noche de luna llena, ya no regresó. Su caballo a paso cansino, llegó a su caballeriza por la querencia, al amanecer. Se le encontró entre dos arbolitos, con el cuerpo despedazado por las fauces de un coyote; pero en su rostro no reflejaba terror, mas bien aparentaba un rictus de tranquilidad.
Los restos del español fueron enterrados en la Hacienda. La esposa con remordimientos, pensando que el ánima del difunto regresara para recriminarle sus hechos, abandonó la finca y regresó a su tierra natal. El pueblo cobrándose las tropelías que Don Alonso les hizo, saqueó y posteriormente quemó el caserón... y poco a poco, el tiempo... la convirtió en ruinas.
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Al parecer con los años, las tragedias se olvidaron; pero empezó el recuerdo nuevamente. Cuando alguna persona incursionaba en el bosque -preferentemente en noches de luna llena-, se les aparecía una mujer, una india muy bonita que se mutaba en coyote. Mataba destrozando a dentelladas a las personas, sin devorarlas. En cierta ocasión atacó a un campesino que llevaba cargando un cántaro lleno de agua. Al verla salió a la estampida dejando su vasita. A la mañana siguiente hallaron el recipiente entre los arbolitos, vacío, sin estar quebrado. La gente la relacionó con la muchacha india y desde ese tiempo la llamaron La Naguala sedienta de venganza. Todos al cruzar el bosque, aún de día, llevan un trasto cualquiera lleno de agua para evitar el ataque; pero si la persona es de tez blanca o parecido a un español, el truco no vale. La naguala se transforma en la bella mujer que era Xochiatlapalli, atrae al varón hacia sí, y cuando éste piensa que tendrá relación carnal con ella, se transforma en coyote y lo destroza.
-Y hoy es luna llena y Ud. es de piel blanca, doctor. Es mejor que desistan de su lampareada y prefieran ir de cacería con luz del sol. -A pregunta del médico, el campesino contestó, dando por terminada la narración de la leyenda de Xochiatlapalli:
-¡No! Nosotros nunca le hemos visto. Únicamente he reconocido los cuerpos desgarrados que se han encontrado. Sólo le cuento la historia que corre de boca en boca, por estos lugares.
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No sirvieron las recomendaciones. Al contrario, la leyenda incentivó el deseo morboso de los muchachos por correr la aventura. No creían en aparecidos, ni en nagualas, ni en leyendas. Tomaron a chanza la narración de Don Eustorgio.
Al momento de la partida, la esposa del médico impresionada por la historia, se quitó del cuello una cadena y se la entregó:
-¡Toma, llévate este crucifijo! De algo te servirá. -El campesino moviendo negativamente la cabeza, le objetó:
-¡De nada le va a servir! La naguala se aparece por venganza, no por cuestiones religiosas. -Por fas o por nefás, el doctor se colgó en el cuello, la cruz bendita que le entregó su esposa.
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El único que llegó montado a caballo hasta el inicio del bosque fue Don Eustorgio, los demás a pie. Los hijos del campesino y los tres peones que trabajaban con ellos, armados con tambores y lámparas especiales que se colocaron sobre la frente, desplegándose en abanico, empezaron la batida. El doctor y sus hijos, por el lado contrario estratégicamente colocados, agazapados empuñando sus escopetas, esperaban el paso de la caza. Don Eustorgio, sentado en una piedra al lado de sus huéspedes, pasaba de mano en mano una cantimplora llena de agua, denotando un claro nerviosismo, no controlado.
Pasaron muchos conejos que fueron presa fácil de los cazadores. De repente se produjo un silencio... Ya no se escuchó el sonido de los batidores... A escasos veinte metros del lugar se entrevió una sombra femenina que sollozaba a intervalos, luego se oyó un largo lamento que puso de punta todos los vellos de la piel de los monteros. El doctor se controló y disparó hacia donde se movía la sombra... Se escuchó el aullido de un coyote y movimiento de ramas entre la espesura. Buscaron y no encontraron nada. Llegaron los batidores reuniéndose el grupo completo. El campesino, al mismo tiempo que les comentó lo que vieron, colocó la cantimplora sobre la raíz de un encino que sobresalía el terreno.
Nada se escuchaba, persistía un silencio completo, ninguna rama se movía, ni se oía ruido alguno producido por animal o ave, o por los pasos del grupo al crujir la hojarasca. El bosque se encontraba silente; los cazadores alterados, con los nervios de punta continuaron caminando. Al llegar cerca de los encinos gemelos, un muchacho gritó espantado a la vez que señalaba:
-¡Allí está el coyote...!
Parado sobre sus patas, recargado sobre el encino, notándose el brillo de la cantimplora a su lado, el animal gimiendo, rascando la corteza del árbol, se dibujaba a la luz de la luna. La voz del agricultor no se escuchó cuando exclamó: =¡Es un gran lobo, no es coyote!= ahogado por el estruendo de tres tiros que al unísono dispararon las escopetas... Desapareció el animal y al instante, en medio de los árboles, resplandeciente por la luz celeste, flotando, vestida con un huipil blanco sobre una manta, con los brazos abiertos, exhalando una larga queja, se dirigió hacia ellos el espectro de la muchacha.
Todos se quedaron de una sola pieza, aterrorizados... El doctor instintivamente levantó el arma y volvió a disparar... Los perdigones cruzaron la silueta fantasmal, sin tocarla, sin detenerla... Avanzó directamente hacia el médico y la materia o fluido de la aparición cruzó su cuerpo, impregnándolo con un vaho álgido, fétido. Se detuvo a unos pasos de ellos, dio la vuelta soltando una carcajada sardónica, terrífica; transformando su pálido pero bello rostro en el de un espantoso lobo con las fauces babeantes, hambrienta de venganza; oscilando en el aire, sin tocar el suelo... con un gruñido pavoroso... los atacó.
No resistieron más, dejando caer escopetas, tambores y todo lo que les estorbaba, iniciaron una carrera sin parar, sin voltear hacia atrás, rumbo a la casa de reumático agricultor.
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Aún de madrugada, el médico despertó a su esposa e hija. Los hijos subieron el equipaje y antes de abrir la portezuela, uno de los muchachos lo observó y asombrado exclamó:
-¡Papá, no tienes cabello...! -Miró su rostro en el espejo lateral del auto y... ni pelo en la cabeza; ni cejas, ni pestañas, ni barba en la cara; ni vellos en los brazos; solamente unos pocos en el pecho en el pequeño espacio de piel donde se repegaba el crucifijo que colgaba de su cuello... No esperó más, apestando a rayos abordaron todos el vehículo y sin despedirse, huyeron de la casa.
Don Eustorgio que se olvido del caballo, llegó corriendo pasos atrás del médico. Se sentó en la mecedora del pórtico de su casa, secándose con el pañuelo el sudor segregado quizá por la carrera o quizá por el pánico que todavía le hacía temblar. Al levantarse para pedir que le prepararan un té que le calmara los nervios y evitar que el susto le provocara algún daño, se dio cuenta que no le dolían las piernas. Al parecer las reumas desaparecieron, no le molestaron en ningún momento durante el frenesí de la carrera, ni ahora después del descanso en la silla. Entró a la casa, tomó su bastón y lo arrojó al fogón de la cocina, sorbió lentamente de la taza que contenía la infusión caliente y mordió el pedazo de pan duro que le daba en la boca, su esposa; y sonrió levemente... ¡Estaba curado!
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